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Acerca del carácter afirmativo de la cultura.
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La doctrina de que todo conocimiento humano, por su
propio sentido, está referido a la praxis fue uno de los elementos
fundamentales de la filosofía antigua. Aristóteles pensaba que las
verdades conocidas debían conducir a la praxis tanto en la experiencia
cotidiana, como en las artes y las ciencias. Los hombres necesitan en su
lucha por la existencia del esfuerzo del conocimiento, de la búsqueda
de la verdad, porque a ellos no les está revelado de manera inmediata lo
que es bueno, conveniente y justo. El artesano y el comerciante, el
capitán y el médico, el jefe militar y el hombre de estado -todos deben
poseer el conocimiento adecuado para sus especialidades, a fin de poder
actuar de acuerdo con las exigencias de la respectiva situación. Aristóteles
sostiene el carácter práctico de todo conocimiento, pero establece una
diferencia importante entre los conocimientos. Los ordena según una
escala de valores que se extiende desde el saber funcional de las cosas
necesarias de la vida cotidiana hasta el conocimiento filosófico que no
tiene ningún fin fuera de sí mismo, sino que se lo cultiva por sí mismo y
es el que ha de proporcionar la mayor felicidad a los hombres. Dentro
de esta escala hay una separación fundamental: entre lo necesario y útil
por una parte y lo "bello" por otra. "Pero toda la vida está dividida
en ocio y trabajo, en guerra y paz, y las actividades se dividen en
necesarias, en útiles y bellas." Al no ponerse en tela de juicio esta
división, y al consolidarse de esta manera la "teoría pura",
conjuntamente con los otros ámbitos de lo bello, como actividad
independiente al lado y por encima de las demás actividades, se quiebra
la pretensión originaria de la filosofía, es decir, la organización de
la praxis según las verdades conocidas. La división entre lo funcional y
necesario, y lo bello y placentero, es el comienzo de un proceso que
deja libre el campo para el materialismo de la praxis burguesa por una
parte, y por la otra, para la satisfacción de la felicidad y del
espíritu en el ámbito exclusivo de la "cultura".
Entre las razones que suelen darse para referir el
conocimiento supremo y el placer supremo a la teoría pura y
desinteresada, reaparece siempre este argumento. El mundo de lo
necesario, del orden de la vida cotidiana es inestable, inseguro, no
libre -no sólo fáctica, sino esencialmente. El manejo de los bienes
materiales no es nunca obra exclusiva de la laboriosidad y del saber
humanos. La casualidad domina en este campo. El individuo que haga
depender su objetivo supremo, su felicidad, de estos bienes, se
transforma en esclavo de los hombres y de las cosas, que escapan a su
poder, entrega su libertad. La riqueza y el bienestar no se logran y
conservan por su decisión autónoma, sino por el favor cambiante de
situaciones imprevisibles. Por consiguiente, el hombre somete su
existencia a un fin situado fuera de sí mismo. El que un fin exterior
sea el único que preocupa y esclaviza al hombre, presupone ya una mala
ordenación de las relaciones materiales de la vida, cuya reproducción
está reglada por la anarquía de los intereses sociales opuestos, un
orden en el que la conservación de la existencia general no coincide con
la felicidad y la libertad de los individuos. En la medida en que la
filosofía se preocupa por la felicidad de los hombres -y la teoría
clásica antigua considera que la eudemonia es el bien supremo- no puede
buscarla en las formas materiales de vida existentes: tiene que
trascender su facticidad.
Esta trascendencia es asunto de la metafísica, de
la teoría del conocimiento, de la ética y también de la psicología. Al
igual que el mundo exterior, el alma humana se divide en una esfera
superior y otra inferior; entre los dos polos de la sensibilidad y de la
razón se desenvuelve la historia del alma. La valoración negativa de la
sensibilidad obedece a los mismos motivos que los del mundo material,
por ser un campo de anarquía, de inestabilidad y de falta de libertad.
El placer sensible no es malo en sí mismo; es malo porque -al igual que
las actividades inferiores del hombre- se sitúa en un orden malo. Las
"partes inferiores del alma" atan al hombre al afán de ganancias y
posesión, de compra y venta; lo conducen "a no preocuparse por nada que
no sea la posesión del dinero y de lo que está relacionado con él".(2)
Por esto Platón llama a la parte apetitiva del alma, aquella que se
dirige al placer sensible, también la amante del dinero, porque los
apetitos de este tipo son satisfechos principalmente mediante el
dinero." (3)
En todas las clasificaciones ontológicas del
idealismo antiguo, está presente la inferioridad de una realidad social
en la cual la praxis no incluye el conocimiento de la verdad acerca de
la existencia humana. El mundo de lo verdadero, de lo bueno y de lo
bello es un mundo "ideal", en la medida en que se encuentra más allá de
las relaciones de vida existentes, más allá de una forma de existencia
en la cual la mayoría de los hombres trabajan como esclavos o pasan su
vida dedicados al comercio y sólo una pequeña parte tiene la posibilidad
de ocuparse de aquello que va más allá de la mera preocupación por la
obtención y la conservación de lo necesario. Cuando la reproducción de
la vida material se realiza bajo el imperio de la mercancía, creando
continuamente la miseria de la sociedad de clases, lo bueno, lo bello y
lo verdadero trascienden a esta vida. Y si de esta manera se produce
todo aquello que es necesario para la conservación y garantía de la vida
material, naturalmente todo lo que está por encima de ella es
"superfluo". Aquello que verdaderamente interesa a los hombres: las
verdades supremas, los bienes y las alegrías supremas están separados
por un abismo de sentido, de lo que es necesario, y por consiguiente son
un "lujo". Aristóteles no ocultó esta situación. La "ciencia primera"
cuyo objeto es el bien supremo y el placer supremo, es obra del ocio de
algunos pocos para quienes las necesidades vitales están aseguradas
suficientemente. La "teoría pura" como profesión es patrimonio de una
élite, está vedada a la mayor parte de la humanidad, por férreas
barreras sociales. Aristóteles no sostenía que lo bueno, lo bello y lo
verdadero fueran valores universalmente válidos y universalmente
obligatorios, que "desde arriba" debieran penetrar e iluminar el ámbito
de lo necesario, del orden material de la vida. Sólo cuando se pretende
esto, se crea el concepto de cultura, que constituye un elemento
fundamental de la praxis y de la concepción del mundo burguesas. La
teoría antigua cuando habla de la superioridad de las verdades situadas
por encima de lo necesario se refiere también a lo socialmente
"superior": las clases superiores son las depositarias de estas
verdades. Esta teoría contribuye por otra parte a afianzar el poder
social de estas clases, cuya "profesión" consiste en hacerse cargo de
las verdades supremas.
La teoría clásica llega con la filosofía
aristotélica precisamente al punto en donde el idealismo capitula ante
las contradicciones sociales, expresando estas contradicciones como
situaciones ontológicas. La filosofía platónica combatía aun el orden de
la vida en la sociedad comercial de Atenas. El idealismo de Platón está
imbuido de motivos de crítica social. Aquello que visto desde las ideas
se presenta como facticidad es el mundo material, en el que los hombres
y las cosas se enfrentan como mercancías. El orden justo del alma es
destruido por "la codicia de riqueza que reclama tanto del hombre que ya
no le queda tiempo más que para preocuparse por sus bienes. Es ahí
donde se halla su alma, de modo que no tiene más tiempo que para pensar
en la ganancia cotidiana". (4) Y
el postulado fundamental del idealismo es que este mundo material ha de
ser modificado y mejorado de acuerdo con las verdades obtenidas en el
conocimiento de las ideas. La respuesta de Platón a este postulado es su
programa de una nueva organización de la sociedad. En él se expresa
cuáles son las raíces del mal. Platón exige, con respecto a las clases
dirigentes, la supresión de la propiedad privada (también de las mujeres
y niños) y la prohibición de ejercer el comercio. Pero este mismo
programa pretende fundamentar y eternizar las contradicciones de la
sociedad de clases en lo más profundo del ser humano: mientras que la
mayor parte de los miembros de un estado está destinada, desde el
comienzo hasta el fin de su existencia, a la triste tarea de procurar lo
necesario para la vida, el placer de lo verdadero, de lo bueno y de lo
bello queda reservado para una pequeña élite. Es verdad que Aristóteles
todavía hace desembocar la ética en la política, pero la nueva
organización de la sociedad ya no ocupa el lugar central en su
filosofía. En la medida en que es más "realista" que Platón, su
idealismo se vuelve más pasivo frente a las tareas históricas de la
humanidad. Según Aristóteles, el verdadero filósofo ya no es,
fundamentalmente, el verdadero político. La distancia entre facticidad e
idea se vuelve más grande precisamente porque facticidad e idea son
pensadas en una relación más estrecha. El aguijón del idealismo: la
realización de la idea, se vuelve romo. La historia del idealismo es
también la historia de su aceptación de lo existente.
Detrás de la separación ontológica y gnoseológica
entre el mundo de los sentidos y el mundo de las ideas, entre
sensibilidad y razón, entre lo necesario y lo bello se oculta no sólo el
rechazo, sino también, en alguna medida, la defensa de una reprobable
forma histórica de la existencia. El mundo material (es decir, las
diversas formas que adoptan los distintos miembros "inferiores" de
aquella relación) es, en sí mismo, mera materia, mera posibilidad, que
está vinculada más al no-ser que al ser y que se vuelve realidad sólo en
la medida en que participa del mundo "superior". En todas sus formas,
el mundo material es precisamente materia, elemento de algo diferente
que le otorga valor. Toda la verdad, todo el bien y toda la belleza
puede venirle sólo "desde arriba": por obra y gracia de la idea. Y toda
actividad del orden material de la vida es, por su propia esencia,
falsa, mala, fea. Pero, a pesar de estas características, es tan
necesaria como necesaria es la materia para la idea. La miseria de la
esclavitud, la degradación de los hombres y de las cosas a mercancías,
la tristeza y sordidez en las que se reproduce siempre el todo de las
relaciones materiales de la existencia, están más allá del interés de la
filosofía idealista porque no constituyen la realidad genuina, que es
el objeto de esta filosofía. Debido a su inevitable materialidad, la
praxis material queda liberada de la responsabilidad por lo verdadero,
lo bello y lo bueno, que queda reservada para el quehacer teórico. La
separación ontológica entre los valores ideales y los materiales trae
como consecuencia la despreocupación idealista por todo aquello que está
relacionado con los procesos materiales de la vida. Partiendo de una
determinada forma histórica de la división social del trabajo y de la
división de clases, se crea una forma eterna, metafísica de las
relaciones entre lo necesario y lo bello, entre la materia y la vida.
En la época burguesa, la teoría de las relaciones
entre lo necesario y lo bello, entre trabajo y placer, experimentó
modificaciones fundamentales. Por lo pronto, desapareció la concepción
según la cual la ocupación profesional con los valores supremos es
patrimonio de una determinada clase social. Aquella concepción fue
reemplazada por la tesis de la universalidad de la "cultura". La teoría
antigua había expresado con buena conciencia, que la mayoría de los
hombres han de pasar su existencia preocupándose de aquello que es
necesario para la vida, mientras que sólo una pequeña parte podría
dedicarse al placer y la verdad. Pero a pesar de que la situación no se
ha modificado, esta buena conciencia ya no existe. La libre competencia
enfrenta a los individuos como compradores y vendedores del trabajo. El
carácter puramente abstracto al que han sido reducidos los hombres en
sus relaciones sociales, se extiende también al manejo de los bienes
ideales. Ya no puede ser verdad que unos hayan nacido para el trabajo y
otros para el ocio, unos para lo necesario y otros para lo bello. Si la
relación del individuo con el mercado es inmediata (dado que las
características y necesidades personales sólo tienen importancia como
mercancías), también lo es su relación con Dios, con la belleza, con lo
bueno y con la verdad. En tanto seres abstractos, todos los hombres
deben tener igual participación en estos valores. Así como en la praxis
material se separa el producto del productor y se lo independiza bajo la
forma general del "bien", así también en la praxis cultural se
consolida la obra, su contenido, en un "valor" de validez universal. La
verdad de un juicio filosófico, la bondad de una acción moral, la
belleza de una obra de arte deben, por su propia esencia, afectar,
obligar y agradar a todos. Sin distinción de sexo y de nacimiento, sin
que interese su posición en el proceso de producción, todos los
individuos tienen que someterse a los valores culturales. Tienen que
incorporarlos a su vida, y dejar que ellos penetren e iluminen su
existencia. "La civilización" recibe su alma de la "cultura".
No se considerarán aquí los distintos intentos de
definir el concepto de cultura. Hay un concepto de cultura que para la
investigación social puede ser un instrumento importante porque a través
de él se expresa la vinculación del espíritu con el proceso histórico
de la sociedad. Este concepto se refiere al todo de la vida social en la
medida en que en él tanto el ámbito de la reproducción ideal (cultura
en sentido restringido, el "mundo espiritual"), como el de la
reproducción material (la "civilización") constituyen una unidad
histórica, diferenciable y aprehensible. (5)
Hay, sin embargo, otra aplicación muy difundida del concepto de cultura
según el cual el mundo espiritual es abstraído de una totalidad social y
de esta manera se eleva la cultura a la categoría de un (falso)
patrimonio colectivo y de una (falsa) universalidad. Este segundo
concepto de cultura (acuñado en expresiones tales como "cultura
nacional", "cultura germana", o "cultura latina") contrapone el mundo
espiritual al mundo material, en la medida en que contrapone la cultura
en tanto reino de los valores propiamente dichos y de los fines últimos,
al mundo de la utilidad social y de los fines mediatos. De esta manera,
se distingue entre cultura y civilización y aquélla queda sociológica y
valorativamente alejada del proceso social. (6)
Esta concepción ha surgido en el terreno de una determinada forma
histórica de la cultura que en adelante será denominada cultura
afirmativa. Bajo cultura afirmativa se entiende aquella cultura que
pertenece a la época burguesa y que a lo largo de su propio desarrollo
ha conducido a la separación del mundo anímico-espiritual, en tanto
reino independiente de los valores, de la civilización, colocando a
aquél por encima de ésta. Su característica fundamental es la afirmación
de un mundo valioso, obligatorio para todos, que ha de ser afirmado
incondicionalmente y que es eternamente superior, esencialmente
diferente del mundo real de la lucha cotidiana por la existencia, pero
que todo individuo "desde su interioridad", sin modificar aquella
situación fáctica, puede realizar por sí mismo. Sólo en esta cultura las
actividades y objetos culturales obtienen aquella dignidad que los
eleva por encima de lo cotidiano: su recepción se convierte en un acto
de sublime solemnidad. Aunque sólo recientemente la distinción entre
civilización y cultura se ha convertido en herramienta terminológica de
las ciencias del espíritu, la situación que ella expresa es, desde hace
tiempo, característica de la praxis vital y de la concepción del mundo
de la época burguesa. "Civilización y cultura" no es simplemente una
traducción de la antigua relación entre lo útil y lo gratuito, entre lo
necesario y lo bello. Al internalizar lo gratuito y lo bello y al
transformarlos, mediante la cualidad de la obligatoriedad general y de
la belleza sublime, en valores culturales de la burguesía, se crea en el
campo de la cultura un reino de unidad y de libertad aparentes en el
que han de quedar dominadas y apaciguadas la relaciones antagónicas de
la existencia. La cultura afirma y oculta las nuevas condiciones
sociales de vida.
Para la antigüedad el mundo de lo bello, situado
más allá de lo necesario, era esencialmente un mundo de la felicidad,
del placer. La teoría antigua no había aún comenzado a dudar que a los
hombres lo que les interesa en este mundo es, en última instancia, su
satisfacción terrenal, su felicidad. En última instancia, no en primer
lugar. Lo primero es la lucha por la conservación y seguridad de la mera
existencia. Debido al desarrollo precario de las fuerzas de producción
dentro de la economía de la antigüedad, la filosofía no pensó jamás que
la praxis material podía ser organizada de tal manera que en ella se
creara tiempo y espacio para la felicidad. En el comienzo de todas las
teorías idealistas se encuentra el temor de buscar la felicidad suprema
en la praxis ideal: temor ante la inseguridad de todas las relaciones
vitales, ante el "azar" del fracaso, de la dependencia, de la miseria,
pero también temor ante la sociedad, ante el hastío, ante la envidia de
lo hombres y de los dioses. El temor por la felicidad, que impulsó a la
filosofía a separar lo bello de lo necesario, mantiene la exigencia de
la felicidad en una esfera separada. La felicidad queda reservada a un
ámbito exclusivo, para que al menos pueda existir. La felicidad es el
placer supremo que el hombre ha de encontrar en el conocimiento
filosófico de lo verdadero, lo bueno y lo bello. Sus características son
las opuestas a las de la facticidad material: es lo permanente en el
cambio, lo puro en lo impuro, lo libre en el reino de la necesidad.
El individuo abstracto, que con el comienzo de la
época burguesa se presenta como el sujeto de la praxis, se transforma,
en virtud de la nueva organización social, en portador de una nueva
exigencia de felicidad. Ya no es el representante o delegado de
generalidades superiores, sino que en tanto individuo particular debe él
mismo hacerse cargo del cuidado de su existencia, de la satisfacción de
sus necesidades, y situarse inmediatamente frente a su "determinación",
frente a sus fines y objetivos, sin la mediación social, eclesiástica y
política del feudalismo. En la medida en que en este postulado se
otorgaba al individuo un ámbito mayor de aspiraciones y satisfacciones
individuales -un ámbito que la creciente producción capitalista comenzó a
llenar con cada vez mayor cantidad de objetos de satisfacción posible
bajo la forma de mercancías- la liberación burguesa del individuo
significa la posibilitación de una nueva felicidad. Pero con esto
desaparece inmediatamente su validez universal ya que la igualdad
abstracta de los individuos se realiza en la producción capitalista como
la desigualdad concreta: sólo una pequeña parte de los hombres posee el
poder de adquisición necesario como para adquirir la cantidad de
mercancía indispensable para asegurar su felicidad. La igualdad
desaparece cuando se trata de las condiciones para la obtención de los
medios. Para el proletariado campesino y urbano al que tuvo que recurrir
la burguesía en su lucha contra el poder feudal, la igualdad abstracta
sólo podía tener sentido como igualdad real. A la burguesía que había
llegado al poder, le bastaba la igualdad abstracta para gozar de la
libertad individual real y de la felicidad individual real: disponía ya
de las condiciones materiales capaces de proporcionar estas
satisfacciones. Precisamente, el atenerse a la igualdad abstracta era
una de las condiciones del dominio de la burguesía que sería puesto en
peligro en la medida en que se pasara de lo abstracto a lo concreto
general. Por otra parte, la burguesía podía eliminar el carácter general
de la exigencia: la necesidad de extender la igualdad a todos los
hombres, sin denunciarse a sí misma y sin decir abiertamente a las
clases dirigidas que no habría modificación alguna con respecto a la
mejora de las condiciones de vida de la mayor parte de los hombres. Y a
medida que la creciente riqueza social transformó en posibilidad real la
realización efectiva de la exigencia general, esto se hizo cada vez más
difícil, poniendo de manifiesto el contraste entre aquella riqueza y la
creciente miseria de los pobres en la ciudad y en el campo. De esta
manera, la exigencia se transforma en postulado, y su objeto, en una
idea. El destino del hombre a quien le está negada la satisfacción
general en el mundo material queda hipostasiado como ideal.
Los grupos sociales burgueses en ascenso habían
fundamentado en la razón humana universal su exigencia de una nueva
libertad social. A la fe en la eternidad de un orden restrictivo
impuesto por Dios opusieron su fe en el progreso, en un futuro mejor.
Pero la razón y la libertad no fueron más allá de los intereses de
aquellos grupos cuya oposición a los intereses de la mayor parte de los
hombres fue cada vez mayor. A las demandas acusadoras la burguesía dio
una respuesta decisiva: la cultura afirmativa. Esta es, en sus rasgos
fundamentales, idealista. A la penuria del individuo aislado responde
con la humanidad universal, a la miseria corporal, con la belleza del
alma, a la servidumbre extrema, con la libertad interna, al egoísmo
brutal, con el reino de la virtud del deber. Si en la época de la lucha
ascendente de la nueva sociedad, todas estas ideas habían tenido un
carácter progresista destinado a superar la organización actual de la
existencia, al estabilizarse el dominio de la burguesía, se colocan, con
creciente intensidad, al servicio de la represión de las masas
insatisfechas y de la mera justificación de la propia superioridad:
encubren la atrofia corporal y psíquica del individuo.
Pero el idealismo burgués no es sólo una ideología:
expresa también una situación correcta. Contiene no sólo la
justificación de la forma actual de la existencia, sino también el dolor
que provoca su presencia; no sólo tranquiliza ante lo que es, sino que
también recuerda aquello que podría ser. El gran arte burgués, al crear
el dolor y la tristeza como fuerzas eternas del mundo, quebró en el
corazón de los hombres la resignación irreflexiva ante lo cotidiano. Al
pintar con los brillantes colores de este mundo la belleza de los
hombres, de las cosas y una felicidad supraterrenal, infundió en la base
de la vida burguesa, conjuntamente con el mal consuelo y una bendición
falsa, también una nostalgia real. Este arte, al elevar el dolor y la
tristeza, la penuria y la soledad, a la categoría de fuerzas
metafísicas, al oponer a los individuos entre sí y enfrentarlos con los
Dioses, sin mediación social, en una pura inmediatez espiritual,
contiene, en su exageración, una verdad superior: un mundo de este tipo
sólo puede ser cambiado haciéndolo desaparecer. El arte burgués clásico
alejó tanto sus formas ideales del acontecer cotidiano que los hombres
que sufrían y esperaban en esta cotidianidad, sólo podían reencontrarse
mediante un salto en un mundo totalmente diferente. De esta manera, el
arte alimentó la esperanza de que la historia sólo hubiera sido hasta
entonces la prehistoria de una existencia venidera. Y la filosofía tomó
esta idea lo suficientemente en serio como para encargarse de su
realización. El sistema de Hegel es la última protesta contra la
humillación de la idea: contra el juego comercial con el espíritu como
si fuera objeto que no tuviera nada que ver con la historia del hombre.
Con todo, el idealismo sostuvo siempre que el materialismo de la praxis
burguesa no representa la última etapa y que la humanidad debe ser
conducida más allá de él. El idealismo pertenece a un estadio más
avanzado del desarrollo que el positivismo tardío, que en su lucha
contra las ideas metafísicas no sólo niega el carácter metafísico de
estas últimas, sino también su contenido y se vincula inseparablemente
al orden existente.
La cultura debe hacerse cargo de la pretensión de
felicidad de los individuos. Pero los antagonismos sociales, que se
encuentran en su base, sólo permiten que esta pretensión ingrese en la
cultura, internalizada y racionalizada. En una sociedad que se reproduce
mediante la competencia económica, la exigencia de que el todo social
alcance una existencia más feliz es ya una rebelión: reducir al hombre
al goce de la felicidad terrenal no significa reducirlo al trabajo
material, a la ganancia, y someterlo a la autoridad de aquellas fuerzas
económicas que mantienen la vida del todo. La aspiración de felicidad
tiene una resonancia peligrosa en un orden que proporciona a la mayoría
penuria, escasez y trabajo. Las contradicciones de este orden conducen a
la idealización de esta aspiración. Pero la satisfacción verdadera de
los individuos no se logra en una dinámica idealista que posterga
siempre su realización o la convierte en el afán por lo no alcanzable.
Sólo oponiéndose a la cultura idealista puede lograrse esta
satisfacción; sólo oponiéndose a esta cultura resonará como exigencia
universal. La satisfacción de los individuos se presenta como la
exigencia de una modificación real de las relaciones materiales de la
existencia, de una vida nueva, de una nueva organización del trabajo y
del placer. De esta manera, influye en los grupos revolucionarios que
desde el final de la Edad Media combaten las nuevas injusticias. Y
mientras que el idealismo entrega la tierra a la sociedad burguesa y
vuelve irrealizables sus propias ideas al conformarse con el cielo y con
el alma, la filosofía materialista se preocupa seriamente por la
felicidad y lucha por su realización en la historia. Esta conexión se ve
claramente en la filosofía de la ilustración. "La falsa filosofía
puede, al igual que la teología, prometernos una felicidad eterna y
acunarnos en hermosas quimeras conduciéndonos a ellas, a costa de
nuestra vida real o de nuestro placer. La verdadera filosofía, diferente
y más sabia que aquélla, admite sólo una felicidad temporal; siembra
las rosas y las flores en nuestra senda y nos enseña a recogerlas." (7)
La filosofía idealista admite también que de lo que se trata es de la
felicidad del hombre. Sin embargo, la ilustración, en su polémica con el
estoicismo, recoge precisamente aquella forma de la exigencia de
felicidad que no cabe en el idealismo y que la cultura afirmativa no
puede satisfacer: "¡y cómo no ser antiestoicos! Estos filósofos son
severos, tristes, duros; nosotros seremos tiernos, alegres y amables.
Ellos abstraen toda el alma de sus cuerpos; nosotros abstraeremos todo
el cuerpo de nuestras almas. Ellos se muestran inaccesibles al placer y
al dolor; nosotros estaremos orgullosos de sentir tanto el uno como el
otro. Dirigidos a lo sublime, ellos se elevan por encima de lo
acontecimientos y creen ser verdaderos hombres cuando precisamente dejan
de serlo. Nosotros no dispondremos de aquello que nos domina; ello no
regulará nuestras sensaciones: en la medida en que admitamos su dominio y
nuestra servidumbre, intentaremos hacerlo agradable, convencidos de que
precisamente aquí reside la felicidad de la vida; y por último, nos
creeremos tanto más felices cuanto más hombres seamos, o tanto más
dignos de la existencia cuanto más sintamos la naturaleza, la humanidad y
todas las virtudes sociales; no reconoceremos ninguna otra vida más que
la de este mundo." (8)
- 2 -
La cultura afirmativa recogió, con su idea de la
humanidad pura, la exigencia histórica de la satisfacción general del
individuo. "Si consideramos la naturaleza tal como la conocemos, según
las leyes que en ella se encuentran, vemos que no hay nada superior a la
humanidad en el hombre", (9) en
este concepto se resume todo aquello que está dirigido a la "noble
educación del hombre para la razón y la libertad, para los sentidos e
instintos más finos, para la salud más delicada y fuerte, para la
realización y dominio de la tierra". (10)
Todas las leyes humanas y todas las formas de gobierno han de tener
sólo un fin: "que cada uno, sin ser molestado por el prójimo, puedan
ejercitar sus fuerzas y (…) un goce más hermoso y más libre de la vida."
(11) La realización suprema del
hombre está vinculada a una comunidad de personas libres y razonables en
la que cada una tiene las mismas posibilidades de desarrollo y
satisfacción de todas sus fuerzas. El concepto de persona, que a través
de la lucha contra las colectividades opresivas se ha mantenido vivo
hasta hoy, abarca por encima de todas las contradicciones y convenciones
sociales, a todos los individuos. Nadie libera al individuo de la carga
de su existencia, pero nadie le prescribe lo que puede y debe hacer
-nadie fuera de la "ley que se encuentra en su propio pecho". "La
naturaleza ha querido que el hombre produzca por sí mismo todo aquello
que está más allá de la regulación mecánica de su existencia animal y
que no pueda participar de ninguna felicidad o perfección que él mismo
no haya creado, liberado del instinto, por su propia razón." (12)
Toda la riqueza y toda la pobreza proceden de él mismo y repercuten
sobre él. Todo individuo se encuentra en relación inmediata consigo
mismo: sin mediación terrenal o celestial. Y por esto, está también en
relación inmediata con todos los demás. Esta idea de persona encontró su
expresión más clara en la poesía clásica a partir de Shakespeare. En
sus dramas, los personajes están tan cerca el uno del otro, que entre
ellos no existe nada que no pueda ser expresado o que sea inefable. El
verso hace posible lo que en la prosa de la realidad se ha vuelto
imposible. En los versos de los personajes, liberados de todo
aislamiento y distancia social, hablan de las primeras y de las últimas
cuestiones del hombre. Superan la soledad fáctica en el ardor de las
bellas y grandes frases, o presentan la soledad bajo el aspecto de
belleza metafísica. El criminal y el santo, el príncipe y el siervo, el
sabio y el loco, el rico y el pobre, se unen en una discusión cuyo
resultado ha de ser el esplendor de la verdad. La unidad que el arte
representa, la pura humanidad de sus personajes, es irreal; es lo
opuesto a aquello que sucede en la realidad social. La fuerza
crítico-revolucionaria del ideal, que precisamente con su irrealidad
mantiene vivos los mejores anhelos del hombre en medio de una realidad
penosa, se vuelve evidente en aquellos períodos en que las clases
satisfechas traicionan expresamente sus propios ideales. Naturalmente,
el ideal estaba concebido de tal manera que en él dominaban menos los
rasgos progresistas que los conservadores, menos los rasgos críticos que
los justificantes. Su realización es alcanzada mediante los individuos,
a través de la formación cultural. La cultura significa, más que un
mundo mejor, un mundo más noble: un mundo al que no se ha de llegar
mediante la transformación del orden material de la vida, sino mediante
algo que acontece en el alma del individuo. La humanidad se transforma
en un estado interno del hombre; la libertad, la bondad, la belleza, se
convierten en cualidades del alma: comprensión de todo lo humano,
conocimiento de la grandeza de todos los tiempos, valoración de todo lo
difícil y de todo lo sublime, respeto ante la historia en la que todo
esto ha sucedido. De una situación de este tipo ha de fluir un actuar
que no está dirigido contra el orden impuesto. No tiene cultura quien
interpreta las verdades de la humanidad como llamado a la lucha, sino
como actitud. Esta actitud conduce a un poder-conducirse, a un
poder-mostrar la armonía y medida en las instituciones cotidianas. La
cultura ha de dignificar lo ya dado, y no sustituirlo por algo nuevo. De
esta manera, la cultura eleva al individuo sin liberarlo de su
sometimiento real. Habla de la dignidad del hombres sin preocuparse de
una efectiva situación digna del hombre. La belleza de la cultura es,
sobre todo, una belleza interna y la externa sólo puede provenir de
ella. Su reino es esencialmente un reino del alma.
El interés de la cultura por los valores del espíritu es, por lo
menos desde Herder, un elemento constitutivo del concepto afirmativo de
la cultura. Los valores espirituales forman parte de la definición de
cultura, como oposición a la mera civilización. Alfred Weber se limita
tan sólo a extraer la consecuencia de un concepto de cultura vigente
desde hacía ya tiempo cuando define: "'cultura'... es simplemente
aquello que es expresión espiritual (anímica), querer espiritual
(anímico) y, por lo tanto, expresión y querer de un 'ser', de un 'alma'
situada por detrás de todo dominio intelectual de existencia y que en su
afán de expresión y en su querer no se preocupa por la finalidad y la
utilidad...". "De aquí surge el concepto de cultura como forma de
expresión y liberación de lo anímico en la substancia existencial
espiritual y material." (13) El
alma, que sirve de base a esta concepción, es algo más que la totalidad
de las fuerzas y mecanismos psíquicos (que son objeto, por ejemplo, de
la psicología empírica): alude al ser no corporal del hombre en tanto
substancia propiamente dicha del individuo.
El carácter de substancia del alma ha estado, desde
Descartes, basado en la peculiaridad del yo como res cogitans. Mientras
que el mundo situado más allá del yo es, en principio, mensurable y es
materia cuyo movimiento es calculable, el yo escapa, como única
dimensión de la realidad, al racionalismo materialista de la burguesía
en ascenso. Al (…) el yo, en tanto substancia esencialmente diferente,
al mundo corporal, se produce una extraordinaria división del yo en dos
campos. El yo en tanto sujeto del pensamiento (mens, espíritu), está, en
su peculiaridad autoconsciente, aquende el ser de la materia, como su a
priori, mientras que Descartes trata de interpretar materialísticamente
al yo, en tanto alma (anima) en tanto sujeto de las "pasiones" (amor y
odio, alegría y tristeza, celos, vergüenza, remordimiento,
agradecimiento, etc.). Las pasiones del alma quedan reducidas a la
circulación de la sangre y a su modificación en el cerebro. La reducción
no es perfecta. Se hace depender de los nervios a todos los movimientos
musculares y sensaciones, que "provienen del cerebro como finos hilos o
tubitos", pero los nervios mismos deben "contener un aire muy fino, un
aliento, al que se denomina espíritu vital". (14)
A pesar de este residuo inmaterial, la tendencia de la interpretación
es clara: el yo es o bien espíritu (pensar, cogito me cogitare) o bien,
en la medida en que no es mero pensar, cogitatio, es un ente corporal y
ya no es más el ojo genuino: las cualidades y afinidades que se le
adscriben pertenecen entonces a la res extensa. (15)
Y, sin embargo, no pueden disolverse totalmente en la materia. El alma
es un reino intermedio, no dominado, entre la inconmovible
autoconciencia del puro pensar y la certeza físico-matemática del ser
material. Aquello que después constituirá el alma: los sentimientos, los
deseos, los instintos y anhelos del individuo, quedan, desde el
comienzo, fuera del sistema de la filosofía de la razón. La situación de
la psicología empírica, -es decir, de la disciplina que realmente trata
del alma humana- dentro de la filosofía de la razón es característica:
existe sin poder ser justificada por la razón misma. Kant polemizó en
contra de la inclusión de la psicología empírica dentro de la metafísica
racional (Baumgarten): la psicología empírica tiene que ser desterrada
totalmente de la metafísica y es absolutamente incompatible con la idea
de esta última". Y agrega: "Pero además habrá que otorgarle, sin
embargo, un lugar pequeño en los planes de estudio (es decir, como mero
episodio), por razones económicas, porque no es lo suficientemente rica
como para constituir por sí sola una disciplina, pero es demasiado
importante como para expulsarla totalmente o ubicarla en alguna otra
parte... Es simplemente un huésped extraño a quien se le concede asilo
por un tiempo hasta que encuentre su propia morada en una antropología
más amplia." (16) Y en sus
lecciones sobre metafísica de 1792/93, Kant se expresa aun más
escépticamente acerca de este "huésped extraño": "¿es posible una
psicología empírica como ciencia? No; nuestros conocimientos acerca del
alma son demasiado limitados." (17)
La distancia que separa la filosofía de la razón
con respecto al alma hace referencia a un situación fundamental. En el
proceso social del trabajo, el alma no tiene participación alguna. El
trabajo concreto es reducido al trabajo abstracto que posibilita el
intercambio de los productos del trabajo como mercancías. La idea del
alma parece referirse a círculos de la vida que escapan a la razón
abstracta de la praxis burguesa. La elaboración de la materia es
realizada sólo por una parte de la res cogitans: por la razón técnica.
Comenzando con la división del trabajo según las exigencias de la
manufactura y terminando con la industria de máquinas, "las potencias
espirituales del proceso material de la producción" se enfrentan con el
productor inmediato "como propiedad ajena y fuerza dominante". (18)
En la medida en que el pensamiento no es inmediatamente razón técnica
se separa cada vez más, desde Descartes, de la vinculación consciente
con la praxis social y permite la cosificación que él mismo estimula. Si
en esta praxis las relaciones humanas aparecen como relaciones
objetivas, como leyes de las cosas, la filosofía deja librada al
individuo esta apariencia y se refugia en la constitución trascendental
del mundo, que se opera en la pura subjetividad. La filosofía
trascendental no logra acercarse a la cosificación: investiga tan sólo
el proceso de conocimiento del mundo ya cosificado.
La dicotomía de res cogitans y res extensa no
afecta al alma: ésta no puede ser entendida ni como mera res cogitans ni
como mera res extensa. Kant destruyó la psicología racional, sin poder
alcanzar la psicología empírica. En Hegel, cada determinación del alma
es concebida desde el espíritu al transformarse en su verdad. El alma,
según Hegel, está caracterizada esencialmente por no ser "aún espíritu".
(19) Cuando en su teoría del
espíritu subjetivo, se trata de la psicología, es decir, del alma
humana, el concepto rector ya no es el alma sino el espíritu. Hegel
trata el problema del alma principalmente en la antropología; allí está
aún totalmente "ligada a determinaciones naturales". (20)
Aquí habla Hegel de la vida planetaria en general, de las diferencias
naturales entre las razas, de las edades de la vida, de lo mágico, del
sonambulismo, de las distintas formas de los sentimientos psicopáticos y
-sólo en unas pocas páginas- del "alma real", que no es otra cosa que
el paso al yo de la conciencia, con lo que se abandona la teoría
antropológica del alma y se penetra en la fenomenología del espíritu. El
estudio del alma se divide, pues, en dos partes: una que corresponde a
la antropología psicológica y otra, a la filosofía del espíritu; tampoco
(…) grandes sistemas de la filosofía burguesa de la razón hay lugar
para la consideración integral del alma. Los verdaderos objetos de la
psicología: los sentimientos, los instintos, la voluntad, se presentan
sólo como formas de la existencia del espíritu.
Sin embargo, la cultura afirmativa entiende por
"alma" aquello que precisamente no es espíritu. Lo que se quiere decir
con "alma" "es inaccesible para la luz del espíritu, para el
entendimiento, para la investigación empírica... Es más fácil seccionar y
analizar un tema de Beethoven mediante el bisturí y los ácidos, que
analizar el alma con la ayuda del pensamiento abstracto". (21)
Con esta idea del alma las facultades, actividades y propiedades del
hombre no corporales (de acuerdo con la división tradicional,
representación, sentimiento y apetitos) quedan reunidas en una unidad
indivisible -unidad que se conserva manifiestamente en todas las
conductas del individuo y que es la que precisamente constituye su
individualidad.
Este concepto de alma, que es típico de la cultura
afirmativa, no ha sido acuñado por la filosofía: las referencias a
Descartes, Kant y Hegel indican tan sólo la perplejidad de la filosofía
con respecto al alma. (22) La
idea del alma encontró su primera expresión positiva en la literatura
del Renacimiento. Aquí el alma es, por lo pronto, una parte no
investigada de un mundo a descubrir, al cual se extienden aquellas
exigencias cuyo anuncio acompañó, en la nueva sociedad, el dominio
racional del mundo por el hombre liberado: libertad y autovaloración del
individuo. De esta manera, el reino del alma, de la "vida interior", es
el correlato de las riquezas de la vida exterior recientemente
descubiertas. El interés por las "situaciones individuales,
incomparables y reales" -hasta entonces descuidadas-, del alma, formaba
parte del programa: "de vivir la vida total e integralmente". (23)
La preocupación por el alma "tiene su influencia en la creciente
diferenciación de las individualidades y aumenta la alegría vital de los
hombres por un desarrollo natural basado en la esencia del hombre". (24)
Vista desde la plenitud de la cultura afirmativa, es decir, desde los
siglos 18 y 19, esta pretensión anímica se presenta como una promesa no
cumplida. La idea del "desarrollo natural" ha quedado; pero significa,
sobre todo, el desarrollo interno. En el mundo externo el alma no puede
desarrollarse libremente. La organización de este mundo, a través del
proceso capitalista del trabajo, transformó el desarrollo del individuo
en competencia económica e hizo depender del mercado la satisfacción de
sus necesidades. Con el alma, la cultura afirmativa protesta en contra
de la cosificación para caer, sin embargo, en ella. El alma es protegida
como el único ámbito de la vida que aún no ha sido incorporado al
proceso social del trabajo. "La palabra alma proporciona a los hombres
superiores el sentimiento de su existencia interna, separada de todo lo
real y de todo lo que ya es, un sentimiento muy determinado de las
posibilidades más secretas e íntimas de su vida, de su destino, de su
historia. Desde el comienzo, y en el lenguaje de todas las culturas, es
un signo en el que se resume todo aquello que no es el mundo." (25)
Y con esta cualidad negativa se convierte el alma en la única garantía,
aún no mancillada, de los ideales burgueses. El alma sublimiza la
resignación. En una sociedad que está determinada por la ley de los
valores económicos, el ideal que sitúa al hombre -al hombre individual e
irremplazable- por encima de todas las diferencias sociales y naturales
que afirma que entre los hombres debe privar la verdad, el bien y la
justicia, y que todos los crímenes humanos deben ser expiados por la
pura humanidad, sólo puede estar representado por el alma y los hechos
anímicos. La salvación sólo puede provenir del alma pura. Todo lo demás
es inhumano, está desacreditado. Evidentemente, sólo el alma carece de
valor de cambio. El valor del alma, no depende del cuerpo como para
poder ser convertida en objeto y mercancía. Existe un alma bella en un
cuerpo feo, un alma sana en un cuerpo enfermo y un alma noble en un
cuerpo mezquino, y viceversa. Hay algo de verdad en la proposición que
afirma que lo que le sucede al cuerpo no puede afectar al alma. Pero
esta verdad ha adquirido, en el orden existente, una forma terrible. La
libertad del alma ha sido utilizada para disculpar la miseria, el
martirio y la servidumbre del cuerpo. Ha estado al servicio de la
entrega ideológica de la existencia a la economía del capitalismo. Sin
embargo, bien entendida, la libertad del alma no se refiere a la
participación del hombre en un más allá eterno, en donde finalmente todo
estará bien, pero será ya inútil para el individuo. Presupone más bien
aquella verdad superior que afirma que en la tierra es posible una
organización de la existencia social en la que la economía no es la que
decide acerca de la vida de los individuos. No sólo de pan vive el
hombre: esta verdad no queda eliminada por la interpretación falsa de
que el alimento espiritual es un sustituto suficiente de la carencia de
pan.
Así como el alma parece escapar a la ley del valor,
lo mismo sucede con la cosificación. Casi es posible definirla diciendo
que todas las relaciones cosificadas pueden ser resueltas y superadas
en lo humano. El alma funda una amplia comunidad interna de los hombres
que se extiende a través de los siglos. "El primer pensamiento en la
primera alma humana está vinculado al último pensamiento de la última
alma humana." (26) La educación
del alma y su grandeza unifican, en el reino de la cultura, la
desigualdad y la falta de libertad de la competencia cotidiana, en la
medida en que en ella aparecen los individuos como seres libres e
iguales. Quien ve a través del alma, ve, más allá de las relaciones
económicas, al hombre mismo. Cuando el alma habla se trasciende la
posición y valoración contingentes de los hombres en el proceso social.
El amor rompe las barreras entre los ricos y los pobres, entre los
superiores y los inferiores. La amistad mantiene la fidelidad aun con
respecto a los humillados y los despreciados y la verdad hace oír su voz
aun ante el trono de los tiranos. El alma se desarrolla, a pesar de
todas las inhibiciones y miserias sociales, en el interior de los
individuos: el ámbito vital más pequeño es lo suficientemente grande
como para poder transformarse en un ámbito anímico infinito. Tal ha sido
la forma como la cultura afirmativa en su período clásico ha ensalzado
siempre al alma.
En primer lugar, se contrapone el alma al cuerpo
del individuo. Cuando se la considera como el ámbito fundamental de la
vida, puede querer indicarse con esto dos cosas: por una parte, una
renuncia a los sentidos (en tanto ámbito irrelevante de la vida) y por
otra, un sometimiento de los sentidos al dominio del alma.
Indiscutiblemente, la cultura afirmativa adoptó esta última posición. La
renuncia a los sentidos significaría la renuncia al placer.Presupone la
ausencia de la conciencia desdichada y una posibilidad real de
satisfacción. En la sociedad burguesa se opone a ella, en medida
creciente, la necesidad de disciplinar a las masas insatisfechas. Una de
las tareas fundamentales de la educación cultural será la
internalización del placer mediante su espiritualización. Al incorporar a
los sentidos al acontecer anímico, se los sublimiza y se los controla.
De la conjunción de los sentidos y del alma nace la idea burguesa del
amor.
La espiritualización de los sentidos funde lo
material con lo celestial, la muerte con la eternidad. Cuanto más débil
se vuelve la fe en el más allá celestial, tanto más fuerte es el respeto
por el más allá del alma. En la idea del amor se refugia el anhelo de
la permanencia de la felicidad terrenal, de la bendición de lo absoluto,
de la superación del fin. Los amantes en la poesía burguesa recurren al
amor para superar la transitoriedad cotidiana, la justicia de la
realidad, la servidumbre del individuo, la muerte. La muerte no les
viene de afuera sino que está enraizada en el amor mismo. La liberación
del individuo se realiza en una sociedad que no está edificada sobre la
solidaridad, sino sobre la oposición de los intereses de los individuos.
El individuo es considerado como una mónada independiente y
autosuficiente. Su relación con el mundo (humano y extrahumano) es o
bien una relación inmediatamente abstracta: el individuo constituye en
sí mismo el mundo (en tanto yo cognoscente, sentiente, volente) o bien
una relación abstracta mediatizada, determinada por las leyes ciegas de
la producción de mercancías y del mercado. En ambos casos no se supera
el aislamiento monádico del individuo. Su superación significaría el
establecimiento de una solidaridad real, lo que supone la superación de
la sociedad individualista por una forma superior de la existencia
social.
Pero la idea del amor exige la superación
individual del aislamiento monádico. Pretende la entrega fecunda de la
individualidad a la solidaridad incondicionada entre persona y persona.
En una sociedad en la que la oposición de los intereses es el principium
individuationis esta entrega perfecta se da en forma pura tan sólo en
la muerte. Pues sólo la muerte elimina todas aquellas circunstancias
condicionadas, exteriores, que destruyen la solidaridad permanente, y
contra las que luchan los individuos. La muerte no se presenta como la
desaparición de la existencia en la nada, sino más bien como la única
perfección posible del amor y, por lo tanto, como el más profundo
sentido de este último.
Mientras el amor en el arte es elevado a la
categoría de tragedia, en la vida cotidiana burguesa amenaza con
transformarse en simple deber y hábito. El amor contiene en sí mismo el
principio individualista de la nueva sociedad. Exige exclusividad. Esta
exclusividad se manifiesta en la exigencia de fidelidad incondicionada
que, partiendo del alma, ha de obligar también a los sentidos. Pero la
espiritualización de los sentidos pide a éstos algo que no pueden
proporcionar: escapar al cambio y a la modificación e incorporarse a la
unidad e indivisibilidad de la persona. En este punto ha de existir una
armonía preestablecida entre interioridad y exterioridad, posibilidad y
realidad, que precisamente es destruida por el principio anárquico de la
sociedad. Esta contradicción vuelve falsa la fidelidad excluyente
mutilando la sensibilidad, lo que se manifiesta en la actitud hipócrita
de la pequeña burguesía.
Las relaciones puramente privadas tales como el
amor y la amistad, son las únicas en las que ha de conservarse el
dominio inmediato del alma sobre la realidad. En todos los demás casos
el alma tiene, sobre todo, la función de elevarnos a los ideales, sin
urgir su realización. El alma tiene una acción tranquilizadora. Por ser
excluida de la cosificación, es la que menos la padece y la que menor
resistencia (…) Como el sentido y el valor del alma no dependen de la
realidad histórica, puede seguir incólume, aun en una realidad injusta.
Las alegrías del alma son menos costosas que las del cuerpo: son menos
peligrosas y se las concede gustosamente. Una diferencia esencial entre
alma y espíritu es que aquélla no está dirigida al conocimiento de la
verdad. Allí donde el espíritu tiene que condenar, el alma puede aún
refugiarse en la comprensión. El conocimiento procura distinguir entre
lo uno y lo otro y elimina la oposición sólo sobre la base de la "fría
necesidad de las cosas"; en el alma se reconcilian rápidamente las
oposiciones "externas", que se transforman en unidad "interna". Si
existe un alma fáustica, occidental y germánica, entonces pertenece a
ella una cultura fáustica, occidental y germánica, y en este caso la
sociedad feudal, la capitalista, la socialista, son sólo manifestaciones
de esta alma y sus crasas oposiciones se disuelven en la hermosa y
profunda unidad de la cultura. La naturaleza conciliadora del alma se
muestra claramente cuando la psicología se convierte en el Organon de
las ciencias del espíritu, sin estar basada en una teoría de la sociedad
que vaya más allá de esta cultura. El alma tiene una gran afinidad con
el historicismo. Ya en Herder el alma, liberada del racionalismo, tiene
que poder intuir afectivamente (einfühlen) todo: "para poder intuir toda
la naturaleza del alma, que domina por doquier, que modela todas las
restantes tendencias y fuerzas del alma y que colorea hasta la acciones
más indiferentes, no hay que recurrir a las palabras, sino penetrar en
la época, en la región, en toda la historia, hay que intuir e intuir
afectivamente todo..." (27) El
alma, por su carácter de intuición universal, resta valor a la
distinción entre lo correcto y lo falso, entre lo bueno y lo malo, entre
lo racional y lo irracional, proporcionada por el análisis de la
realidad social con respecto a las posibilidades alcanzadas en la
organización material de la existencia. Según Ranke, cada época
histórica manifiesta una tendencia diferente del mismo espíritu humano;
cada una tiene un sentido en sí misma "y su valor no se basa en lo que
de ella surja, sino en su propia existencia, en su propio ser". (28)
El alma no dice nada con respecto a la corrección de aquello que
representa. Puede transformar una mala causa en un sublime (el caso de
Dostoievski). (29) Las almas
profundas y finas pueden estar al margen de la lucha por un futuro mejor
del hombre y hasta adherirse al otro bando. El alma se asusta frente a
la dura verdad de la teoría que señala la necesidad de modificación de
una forma miserable de la existencia: ¡cómo puede una transformación
externa decidir acerca de la verdadera substancia eterna del hombre! El
alma se deja ablandar y amansar, obedeciendo a hechos que en última
instancia tampoco le interesan. De esta manera, el alma pudo convertirse
en un factor útil de la técnica del dominio de las masas en la época de
los estados autoritarios en que fue necesario movilizar toas las
fuerzas disponibles en contra de una modificación real de la existencia
social. Con ayuda del alma la burguesía de la última época pudo enterrar
sus antiguos ideales. Decir que lo que importa es el alma, es útil
cuando lo único que interesa es el poder.
Pero lo que realmente interesa es el alma: la vida
no expresada, y no realizada del individuo. En la cultural del alma
entraron -de manera falsa- aquellas fuerzas y necesidades que no
encontraban lugar en la existencia cotidiana. El ideal cultural recogió
el anhelo de una vida mejor: de humanidad, bondad, alegría, verdad,
solidaridad. Pero todo esto lleva el sello afirmativo: pertenece a un
mundo superior, más puro, no cotidiano. Todas estas fuerzas son
internalizadas como deberes del alma individual (así, el alma debe
realizar aquello que continuamente se viola en la existencia externa) o
son presentadas como objetos del arte (y así, su realidad es reducida a
un ámbito que esencialmente no es el de la vida real). La
ejemplificación del ideal cultural en el plano del arte, tiene aquí su
razón: la sociedad burguesa sólo ha tolerado la realización de sus
propios ideales en el arte y sólo aquí los ha tomado en serio, como
exigencia universal. Lo que en la realidad es considerado como utopía,
fantasía o perturbación está allí permitido. En el arte, la cultura
afirmativa ha señalado las verdades olvidadas sobre las cuales, en la
vida cotidiana, triunfa la justicia de la realidad. El medium de la
belleza "purifica" la verdad y la aleja del presente. Lo que sucede en
el arte no obliga a nada. Cuando este mundo bello no es presentado como
algo remoto (la obra de arte clásica de la humanidad victoriosa, la
Ifigenia de Goethe, es un drama "histórico"), es desactualizado por obra
y gracia de la magia de la belleza.
En el medium de la belleza los hombres pueden
participar de la felicidad. Pero sólo en el ideal del arte la belleza
fue afirmada con la conciencia tranquila, pues en realidad aquélla tiene
un poder peligroso que amenaza la organización ya dada de la
existencia. El carácter inmediatamente sensible de la belleza hace
también referencia inmediata a la felicidad sensible. Según Hume, una de
las características fundamentales de la belleza es provocar placer: el
placer no es sólo un fenómeno concomitante de la belleza, sino un
elemento constitutivo de su esencia. (30)
Y según Nietzsche, la belleza despierta la "dicha afrodisíaca";
Nietzsche polemiza contra la definición de la belleza de Kant como
aquello que provoca en nosotros una sensación de agrado no interesado,
oponiéndole la frase de Stendhal que afirma que la belleza es "une
promesse de bonheur". (31) Aquí reside el peligro de una sociedad que tiene que racionalizar y regular la felicidad. La belleza es, en verdad, impúdica: (32)
muestra aquello que no puede ser mostrado públicamente y que a la
mayoría le está negado. Separado de su vinculación con el ideal, en el
ámbito de la pura sensibilidad, la belleza sufre de la desvalorizacion
general de este ámbito. Liberada de todas las exigencias anímicas y
espirituales, la belleza puede ser gozada, con la conciencia tranquila,
sólo en un campo exactamente delimitado: sabiendo que de esta manera uno
se relaja y se abandona por un breve tiempo. La sociedad burguesa
liberó a los individuos, pero sólo en tanto personas que han de
mantenerse disciplinadas. La libertad dependió desde un principio, de la
prohibición del placer. La sociedad dividida en clases conoce una sola
forma para transformar a los hombres en instrumentos de placer: la
servidumbre y la explotación. En el nuevo orden, como las clases
dominadas no prestan un servicio inmediato y personal, sino que son
utilizadas mediatamente, como elementos de producción de plusvalía para
el mercado, se consideró inhumano utilizar el cuerpo de los dominados
como fuente de placer y emplear al hombre directamente como medio
(Kant); en cambio se pensó que la utilización de sus cuerpos y de su
inteligencia para obtener una mayor ganancia, era el ejercicio natural
de la libertad. Consecuentemente, la cosificación en la fábrica se
convirtió en deber moral de los pobres, pero la cosificación del cuerpo
como instrumento de placer se volvió algo reprobable, se transformó en
"prostitución". En esta sociedad, la miseria es también la condición de
la ganancia y del poder. Sin embargo, la dependencia se realiza en el
medium de la libertad abstracta. La venta del trabajo ha de realizarse
sobre la base de la propia decisión del pobre. El pobre realiza su
trabajo al servicio de quien le da pan. Su persona en sí, separada de
las funciones socialmente valiosas, este abstractum , puede conservarlo
para sí y erigirlo en santuario. El pobre debe mantener puro este
santuario. La prohibición de ofrecer su cuerpo al mercado como
instrumento de placer en vez de instrumento de trabajo, es una de las
raíces sociales y psíquicas fundamentales de la ideología
burguesa-patriarcal. En este punto se trazan los límites de la
cosificación y su respeto tiene vital importancia para el sistema. Así
pues, cuando el cuerpo, en tanto manifestación o depositario de la
función sexual, se convierte en mercancía, provoca el desprecio general.
Se lesiona el tabú. Esto vale no sólo con respecto a la prostitución,
sino también con respecto a toda producción de placer que no pertenezca,
por razones de "higiene social", a la reproducción. Sin embargo, las
clases desmoralizadas, que conservan formas semimedievales y que han
sido desplazadas a las capas más inferiores de la sociedad, constituyen,
en este caso, un recuerdo premonitorio. Allí cuando el cuerpo se
convierte en una cosa, en una cosa bella, puede presumirse una nueva
felicidad. En el caso extremo de la cosificación, el hombre triunfa
sobre aquélla. El arte del cuerpo bello, tal como hoy puede mostrarse
sólo en el circo, en los varietés y en las revistas, esta frivolidad
desprejuiciada y lúdica, anuncia la alegría por la liberación del ideal,
a la que el hombre puede llegar cuando la humanidad, convertida
verdaderamente en sujeto, domine a la materia. Sólo cuando se suprima la
vinculación con el ideal afirmativo, cuando se goce de una existencia
sabia, sin racionalización alguna y sin el menor sentimiento puritano de
culpa, es decir, cuando se libere a los sentidos de su atadura al alma,
surgirá el primer brillo de otra cultura.
Pero, según la cultura afirmativa, los ámbitos
carentes de alma, "desanimados", no pertenecen a la cultura. Al igual
que todos los otros bienes de la esfera de la civilización, quedan
librados abiertamente a las leyes de los valores económicos. Sólo la
belleza "animada" y su goce "animado" es admitido en la cultura. Como
los animales son incapaces de conocer y gozar la belleza, Shaftesbury
deduce que tampoco el hombre puede, mediante los sentidos o mediante "la
parte animal de su ser, comprender y gozar la belleza; el goce de lo
bello y lo bueno se realiza de una manera más noble, con la ayuda de lo
más noble que existe, de su espíritu y de su razón... Cuando el placer
no está situado en el alma sino en cualquier otra parte", entonces "el
goce mismo, ya no es bello y su expresión carece de encanto y gracia". (33)
Sólo en el medium de la belleza ideal, en el arte, puede reproducirse
la felicidad, en tanto valor cultural, en el todo de la vida social.
Esto no sucede en los otros dos ámbitos de la cultura que participan con
el arte en la presentación de la verdad ideal: en la filosofía se
volvió cada vez más desconfiada con respecto a la felicidad; la religión
le concedió un lugar sólo en el más allá. La belleza ideal fue la forma
bajo la que podía expresarse el anhelo y gozarse de la felicidad; de
esta manera, el arte se convirtió en precursor de una verdad posible. La
estética clásica alemana concibió la (…) belleza y verdad en la idea de
una educación estética del género humano. Schille decía que el
"problema político" de una mejor organización de la sociedad "debe
seguir el camino de lo estético porque es la belleza la que nos lleva a
la libertad". (34) Y en su poema
"Die Künstler" (Los artistas) expresa la relación entre la cultura
existente y la futura, en los siguientes versos: "Was wir als Schönheit
hier empfunden, wird einst als Wahrheit uns entgegengehn"(34 bis). De
acuerdo con la medida de la verdad socialmente permitida y bajo la forma
de una felicidad realizada, el arte es, dentro de la cultura
afirmativa, el ámbito supremo y más representativo de la cultura.
Nietzsche la definió así: "Cultura: dominio del arte sobre la vida". (35) ¿Por qué ha de atribuirse el arte este papel extraordinario?
La belleza del arte -a diferencia de la verdad de
la teoría- es soportable en un presente sin penurias: aun en él puede
proporcionar felicidad. La teoría verdadera conoce la miseria y la
desgracia de lo existente. Cuando muestra el camino de la reforma, no
nos consuela reconciliándonos con el presente. Pero en un mundo
desgraciado la felicidad tiene que ser siempre un consuelo: el consuelo
del instante bello en la cadena interminable de desgracias. El goce de
la felicidad está limitado al instante de un episodio. Pero el instante
lleva consigo la amargura de su desaparición. Y dado el aislamiento de
los individuos solitarios, no hay nadie que conserve la propia felicidad
después de la desaparición del instante, nadie que no caiga en el mismo
aislamiento. Esta transitoriedad, que no deja tras sí la solidaridad de
los sobrevivientes, necesita ser eternizada para poder ser soportable,
pues se repite en cada instante de la existencia y anuncia al mismo
tiempo la muerte en cada instante. Porque cada instante lleva en sí
mismo la muerte, hay que eternizar el instante bello para hacer posible
algo que se parezca a la felicidad. La cultura afirmativa eterniza el
instante bello en la felicidad que nos ofrece; eterniza lo transitorio.
Una de las tareas sociales fundamentales de la
cultura afirmativa está basada en esta contradicción entre la
transitoriedad desdichada de una existencia deplorable, y la necesidad
de la felicidad que hace soportable esta existencia. Dentro de cada
existencia la solución puede ser sólo aparente. Precisamente en este
carácter de apariencia de la belleza del arte, descansa la posibilidad
de la solución. Por una parte, el goce de la felicidad puede estar
permitido sólo bajo una forma animizada, idealizada. Por otra, la
idealización anula el sentido de la felicidad: el ideal no puede ser
gozado; todo placer le es extraño, destruiría el rigor y la pureza que
tiene que poseer en la realidad carente de ideales de esta sociedad,
para poder cumplir su función de internalización y de disciplina. El
ideal que persigue la persona abnegada que se coloca bajo el imperativo
categórico del deber (este ideal kantiano es sólo la síntesis de todas
las tendencias afirmativas de la cultura), es insensible a la felicidad;
es incapaz de generar felicidad o consuelo, ya que no existe
satisfacción actual. Para que el individuo pueda someterse al ideal de
una manera tal que en él crea reencontrar sus anhelos y necesidades
fácticas como realizadas y satisfechas, el ideal tiene que tener
apariencia de satisfacción actual. Esta es la realidad aparente que ni
el filósofo ni la religión pueden alcanzar; sólo el arte lo logra
-precisamente en el medium de la belleza. Goethe ha dejado entrever este
papel engañoso y reconfortante de la belleza: "El espíritu humano se
encuentra en una situación estupenda cuando honra, cuando adora, cuando
ensalza un objeto, ensalzándose a sí mismo; pero esta situación no dura
mucho tiempo. Muy pronto los conceptos generales lo dejan frío, el ideal
lo eleva por encima de sí mismo; pero entonces desea volver a tenerse a
sí mismo, a sentir aquella simpatía por lo individual, sin recaer en
aquella limitación y sin perder tampoco lo importante, lo que eleva el
espíritu. ¡Qué sería de él en esta situación si no interviniese la
belleza y solucionase felizmente el enigma! Ella es la que da a la
ciencia vida y calor y al suavizar lo importante, lo sublime, y al
derramar su ambrosía celestial, nos lo acerca nuevamente. Una bella obra
de arte ha recorrido todo el camino y es entonces, nuevamente, una
especie de individuo al que abrazamos con simpatía, del que podemos
apropiarnos." (36)
En este contexto lo decisivo no es que el arte
represente la realidad ideal, sino que la presente como realidad bella.
La belleza proporciona al ideal el carácter amable, espiritual, y
sedante de la felicidad. Ella es la que proporciona la apariencia del
arte al despertar en el mundo de la apariencia la impresión de
familiaridad, de actualidad, es decir, de realidad. Gracias a la
apariencia, hay algo que aparece: en la belleza de la obra de arte, por
un instante, el anhelo queda colmado, quien la contempla siente
felicidad. Y una vez que esta belleza tiene la forma de la obra de arte,
es posible repetir siempre este instante bello: la obra de arte lo
vuelve eterno. El hombre puede siempre reproducir, en el goce estético,
esta felicidad.
La cultura afirmativa fue la forma histórica bajo
la cual se conservaron, por encima de la reproducción material de la
existencia, las necesidades del hombre. Y en este sentido puede decirse,
lo mismo que con respecto a la forma de la realidad social a la que
pertenece, que también tiene algo de razón. En verdad, la cultura
afirmativa ha liberado a las "relaciones externas" de la responsabilidad
por el destino del hombre -de esta manera estabiliza su injusticia-,
pero al mismo tiempo, le contrapone la imagen de un orden mejor, cuya
realización se encomienda al presente. La imagen está deformada y esta
deformación falsea todos los valores culturales de la burguesía. Sin
embargo, es una imagen de la felicidad: hay una parte de la felicidad
terrenal en las obras del gran arte burgués, aun cuando aquéllas se
refieren al cielo. El individuo goza la felicidad, el bien, el esplendor
y la paz, la alegría triunfante; goza también el dolor y la pena, la
crueldad y el crimen. Experimenta una liberación. Y encuentra
comprensión y respuesta para sus instintos y exigencias. Se produce una
quiebra privada de la cosificación. En el arte no es necesario hacer
justicia a la realidad: aquí lo que interesa es el hombre, no su
profesión o su posición social. La pena es la pena y la alegría,
alegría. El mundo aparece otra vez como lo que es por detrás de la forma
de mercancía: un paisaje es realmente un paisaje, un hombre realmente
una cosa.
En aquella forma de existencia que corresponde a la
cultura afirmativa "la felicidad de la existencia... es sólo posible
como felicidad en la apariencia". (37)
Pero la apariencia tiene un efecto real: produce satisfacción. Sin
embargo, su sentido es modificado fundamentalmente: la apariencia se
pone al servicio de lo existente. La idea rebelde se transforma en
palanca de justificación. El hecho de que exista un mundo más elevado,
un bien superior al de la existencia material, oculta la verdad de que
es posible crear una existencia material mejor en la que tal felicidad
se convierte en un medio de ordenación y moderación. El arte, al mostrar
la belleza como algo actual, tranquiliza el anhelo de los rebeldes.
Conjuntamente con los otros ámbitos de la cultura contribuye a la gran
función educativa de esta cultura: disciplinar de tal manera al
individuo -para quien la nueva libertad había traído una nueva forma de
servidumbre- que sea capaz de soportar la falta de libertad de la
existencia social. La oposición manifiesta entre las posibilidades de
una vida rica, descubiertas precisamente con la ayuda del pensamiento
moderno, y la realidad precaria de la vida, impulsó siempre a este
pensamiento a internalizar sus propias pretensiones, a sopesar sus
propias consecuencias. Fue necesaria una educación secular para hacer
soportable este enorme shock cotidiano: por una parte, la prédica
permanente de la libertad, la grandeza y la dignidad inalienables de la
persona, del dominio y la autonomía de la razón, de la bondad, de la
humanidad, del amor indiscriminado a los hombres, de la justicia, y por
otra parte, la humillación general de la mayor parte de la humanidad, la
irracionalidad del proceso social de la vida, el triunfo del mercado de
trabajo sobre la humanidad, de la ganancia sobre al amor al hombre.
"Sobre el terreno de la vida empobrecida ha crecido todo un conjunto de
falsificaciones bajo la forma de la trascendencia y del más allá." (38)
Pero al injertar la felicidad cultural en la desgracia, al "animizar"
los sentidos, se atenúa la pobreza y la precariedad de esta vida,
convirtiéndola en una "sana" capacidad de trabajo. Este es el verdadero
milagro de la cultura afirmativa. Los hombres pueden sentirse felices,
aun cuando no lo sean en absoluto. La apariencia vuelve incorrecta la
afirmación de la propia felicidad. El individuo, reducido a sí mismo,
aprende a soportar y, en cierto modo, a amar su propio aislamiento. La
soledad fáctica se eleva a la categoría de soledad metafísica y recibe,
en tanto tal, la bendición de la plenitud interna a pesar de la pobreza
externa. La cultura afirmativa reproduce y sublimiza con su idea la
personalidad, el aislamiento y el empobrecimiento social de los
individuos.
La personalidad es el depositario del ideal
cultural. La personalidad tiene que presentar la felicidad, tal como
esta cultura la proclama, como bien supremo: la armonía privada en medio
de la anarquía general, la alegre actividad en medio del trabajo
amargo. Esta personalidad recoge en sí todo lo bueno y rechaza o
ennoblece lo malo. No interesa que el hombre viva su vida; lo que
importa es que viva tan bien como sea posible. Este es uno de los lemas
de la cultura afirmativa. Por "bien" se entiende aquí esencialmente la
cultura misma: participación en los valores anímicos y espirituales,
integración de la existencia individual con la humanidad del alma y con
la amplitud del espíritu. La felicidad del placer no racionalizado queda
eliminada del ideal de la felicidad. Esta felicidad no puede violar las
leyes del orden existente, y tampoco necesita violarlas; debe ser
realizada en su inmanencia. La personalidad, que ha de ser, con la
realización de la cultura afirmativa, el bien supremo del hombre, tiene
que respetar los fundamentos de lo existente; el respeto por las
relaciones de poder ya dadas, es una de sus virtudes. Sus protestas han
de ser medidas y prudentes.
No siempre ha sido así. Antes, en el comienzo de la
nueva época, la personalidad presentaba una cara diferente. Pertenecía,
por lo pronto -al igual que el alma, de la que debía ser la más
perfecta encarnación humana- a la ideología de la liberación burguesa
del individuo. La persona era la fuente de todas las fuerzas y
propiedades que capacitan al individuo para convertirse en señor de su
destino y organizar su mundo en torno de acuerdo con sus necesidades.
Jakob Burckhardt ha presentado esta idea de personalidad en su concepto
del "uomo universale" del renacimiento. (39)
Cuando se hacía referencia al individuo como personalidad se quería
destacar de esta manera que todo lo que había hecho de sí lo debía sólo a
sí mismo, no a sus antepasados, a su testamento social o a su Dios. La
característica de la personalidad no era sólo espiritual (un "alma
bella"), sino más bien el poder, la influencia, la fama -un ámbito vital
para su actuar lo más amplio y pleno posible. En el concepto de
personalidad, representativo de la cultura afirmativa a partir de Kant,
ya no hay huella alguna de este activismo expansivo. La personalidad es
dueña de su existencia sólo en tanto sujeto anímico y ético. "La
libertad e independencia del mecanismo de toda la naturaleza" que ha de
caracterizar su esencia (40), es
sólo una libertad inteligible que acepta las circunstancias vitales
dadas como materia del deber. El ámbito de la realización externa se
vuelve muy pequeño, mientras que el de la realización interna es muy
grande. El individuo ha aprendido a plantearse, ante todo, las
exigencias a sí mismo. El dueño del alma se ha vuelto más ambicioso en
lo interno y más modesto en lo externo. La persona ya no es el trampolín
para el ataque del mundo, sino una línea de retaguardia bien protegida,
detrás del frente. En su interioridad, en tanto persona ética, posee lo
único que el individuo no puede perder. (41)
Es la fuente, ya no de la conquista, sino del renunciamiento.
Personalidad es, sobre todo, el hombre que renuncia, el que impone su
propia realización dentro de las circunstancias ya dadas por más pobres
que éstas sean. Es el que encuentra su felicidad en lo existente. Pero
aún en esta forma tan empobrecida, la idea de personalidad contiene un
momento progresista, que en última instancia se ocupa del individuo. La
singularización cultural de los individuos encerrados en sí mismos, las
personalidades que llevan en sí su propia realización, corresponden, con
todo, al método liberal de disciplina, que exige que no haya dominio
alguno sobre un determinado campo de la vida privada. Deja que el
individuo como persona siga existiendo en la medida en que no perturbe
el proceso del trabajo y deje librado a las leyes inmanentes de este
proceso, a las fuerzas económicas, la integración social de los hombres.
- 3 -
Todo esto se modifica cuando para la conservación
de la forma existente, del proceso del trabajo ya no es suficiente una
simple movilización parcial (en la que la vida privada del individuo
permanece en reserva) sino que es necesaria una "movilización total" en
la que el individuo, en todas las esferas de su existencia, tiene que
ser sometido a la disciplina del estado totalitario. Entonces la
burguesía entra en conflicto con su propia cultura. La movilización
total de la época del capitalismo monopolista no es conciliable con
aquel momento progresista de la cultura, que estaba centrado alrededor
de la idea de personalidad. Comienza la autoeliminación
(Selbstaufhebung).
La lucha abierta del estado autoritario en contra
de los "ideales liberales" de humanidad, individualidad, racionalidad,
en contra del arte y la filosofía idealistas, no puede ocultar el hecho
de que aquí se trata de un proceso de autoeliminación. Así como la
transformación social en la organización de la democracia parlamentaria
al convertirse en estado autoritario de un Führer es sólo una
transformación dentro del orden existente, así también la transformación
cultural del idealismo liberal en el "realismo heroico" se realiza
dentro de la cultura afirmativa; se trata de una nueva manera de
asegurar las antiguas formas de la existencia. La función fundamental de
la cultura sigue siendo la misma; sólo cambian las formas como esta
función se realiza.
La identidad del contenido, a pesar del cambio
total de la forma, se muestra de manera muy clara en la idea de
internalización. La internalización: la transformación de los instintos y
fuerzas explosivas del individuo en lo anímico, ha sido una de las
palancas más fuertes para imponer disciplina. (42)
La cultura afirmativa había superado los antagonismos sociales en una
abstracta generalidad interna: en tanto persona, en su libertad y
dignidad anímica, los individuos tienen el mismo valor; muy por encima
de las oposiciones fácticas se encuentra el reino de la solidaridad
cultural. Esta abstracta comunidad interna (abstracta, porque deja
subsistentes las contradicciones reales) se convierte, en el último
período de la cultura afirmativa, en una comunidad externa igualmente
abstracta. El individuo es situado en una colectividad falsa (raza,
pueblo, sangre y tierra). Pero este vuelco hacia lo externo tiene la
misma función que la internalización: renunciamiento e integración en lo
existente, que se vuelve soportable mediante una apariencia real de
satisfacción. La cultura afirmativa ha contribuido en gran medida a que
el individuo, liberado desde hace más de cuatro siglos, marche tan bien
en las filas comunitarias del estado totalitario. Los nuevos métodos
usados para imponer disciplina no son posibles si no se eliminan los
momentos progresistas contenidos en los estadios anteriores de la
cultura. Vista desde la última etapa del desarrollo, la cultura de
aquellos estadios se presenta como un pasado feliz. Pero si la
transformación autoritaria de la existencia beneficia de hecho sólo los
intereses de grupos sociales muy pequeños, señala también el camino
sobre el que ha de mantenerse el todo social en la situación modificada;
en este sentido representa -de manera deficiente y con la creciente
desgracia de la mayoría- los intereses de todos los individuos cuya
existencia está vinculada a la conservación de este orden. Este es
precisamente aquel orden al que estaba ligada también la cultura
idealista. En esta doble escisión se basa, en parte, la debilidad con la
que la cultura protesta hoy contra su nueva forma
Hasta qué punto la interioridad idealista está
relacionada con la exterioridad heroica, se muestra en la posición
frontal, común a ambas, en contra del espíritu. La supervaloración del
espíritu, que fuera característica en algunos ámbitos y representantes
de la cultura afirmativa, estuvo siempre acompañada por un profundo
desprecio del espíritu en la praxis burguesa, que encontró su
justificación en la despreocupación de la filosofía por los problemas
reales del hombre. Pero también por otras razones, la cultura afirmativa
fue esencialmente una cultura del alma, no del espíritu. El espíritu,
aún allí, en donde no había entrado en decadencia, fue siempre algo
sospechoso: es más aprehensible, más exigente y más real que el alma; es
difícil ocultar su claridad crítica y su racionalidad, su oposición a
la facticidad irracional. Hegel no encaja bien en el estado
autoritario.Hegel era partidario del espíritu; los que vinieron después
han sido partidarios del alma y del sentimiento. El espíritu no puede
sustraerse a la realidad sin anularse a sí mismo; el alma puede y debe
hacerlo. Y, precisamente, por estar situada más allá de la economía
puede esta última dominarla tal fácilmente. Su valor consiste
precisamente en no estar sometida a la ley de los valores (económicos).
El individuo "con alma" se somete más fácilmente, se inclina con más
humildad ante el destino, obedece mejor a la autoridad. Conserva para sí
todo el reino de su alma y puede rodearse de un nimbo trágico y
heroico. Lo que se puso en marcha desde Lutero: la educación intensiva
para la libertad interna, produce sus mejores frutos cuando la libertad
interna se convierte en la falta de libertad externa. Mientras que el
espíritu es objeto del odio y del deprecio, el alma sigue siendo
valiosa. Hasta se llega a objetar al liberalismo que para él ya no
significan nada el alma y el contenido ético; se celebra como "la nota
más profundamente espiritual del arte clásico" la "grandeza del alma y
la fuerte personalidad", "la ampliación del alma al infinito". (43)
Las fiestas y celebraciones del estado totalitario, su pompa y sus
ritos, los discursos de sus jefes, se dirigen siempre al alma. Van al
corazón, aún cuando se refieran al poder.
La imagen de la forma heroica de la cultura
afirmativa ha sido esbozada muy claramente en la época de la preparación
ideológica del estado totalitario. Se ataca la "actividad de museo" y
las formas grotescamente edificantes que aquel había adoptado. (44)
Esta actividad cultural es juzgada y rechazada desde el punto de vista
de las exigencias de la movilización total. Esta actividad "no
representa otra cosa que el último oasis de la seguridad burguesa.
Proporciona el recurso aparentemente más plausible mediante el cual es
posible sustraerse a la decisión política." La propaganda cultural es
"una especie de opio mediante el cual se encubre el peligro y se
despierta la conciencia engañosa de un orden. Pero este es un lujo
insoportable en una situación en la que lo que hace falta no es hablar
de tradiciones, sino crear tradición. Vivimos en un período de la
historia en el que todo depende de una inmensa movilización y
concentración de las fuerzas disponibles". (45)
¿Movilización y concentración para qué? Lo que Ernst Jünger define como
la salvación de la "totalidad de nuestra vida", como la creación de un
mundo heroico de trabajo, se revela después, cada vez con mayor claridad
como la transformación de toda la existencia al servicio de los
intereses económicos más fuertes. También desde aquí se determinan las
exigencias de una nueva cultura. La necesaria intensificación y
expansión de la disciplina del trabajo presenta a toda ocupación con los
"ideales de una ciencia objetiva y de un arte que existe sólo por sí
mismo" como pérdida de tiempo; esta intensificación hace deseable
aligerar el lastre en este ámbito. "Toda nuestra llamada cultura" no
puede impedir que el más pequeño de nuestros estados fronterizos viole
nuestro territorio"; pero esto es precisamente lo que interesa. El mundo
debe saber que el gobierno no dudará un instante en rematar todos los
tesoros artísticos de los museos y venderlos al mejor postor cuando la
defensa así lo exija. (46) La
nueva cultura que reemplazará a la anterior tendrá también que coincidir
con esta concepción. Estará representada por caudillos jóvenes y
desaprensivos. "Cuanto menos cultura, en el sentido habitual de la
palabra, posea este grupo social, tanto mejor será". (47)
Las insinuaciones cínicas de Jünger son algo vagas y se limitan sobre
todo, al arte. "Así como el vencedor es quien escribe la historia, es
decir, quien crea su propio mito, así también es el vencedor quien
determina qué es lo que ha de ser considerado como arte". (48)
También el arte tiene que ponerse al servicio de la defensa nacional de
la disciplina militar y técnico-laboral (Jünger (…) : la eliminación de
los grandes monoblocks para diseminar a las masas en caso de guerra y
de revolución; la organización militar del paisaje, etc.). En la medida
en que esta cultura ha de apuntar al enriquecimiento, embellecimiento y
seguridad del estado totalitario, lleva consigo los signos de su función
social: organizar la sociedad de acuerdo con el interés de algunos
pocos grupos económicamente más poderosos; humildad, espíritu de
sacrificio, pobreza y cumplimiento del deber por una parte, voluntad
suprema del poder, impulso de expansión, perfección técnica y militar
por la otra. "La misión de la movilización total es la transformación de
la vida en energía, energía que se manifiesta en la economía, en la
técnica y en el tráfico, en el girar de las ruedas y, en el campo de
batalla, como fuego y movimiento." (49)
El culto idealista de la interioridad y el culto heroico del estado
están al servicio de órdenes de la existencia social que son
fundamentalmente idénticos. El individuo es sacrificado totalmente en
aras de este orden.Si la anterior formación cultural tenía que
satisfacer el deseo personal de felicidad, ahora la felicidad del
individuo tendrá que desaparecer en aras de la grandeza del pueblo. Si
anteriormente la cultura había apaciguado en una apariencia real la
pretensión de felicidad, el individuo tendrá ahora que aprender que no
debe hacer valer sus exigencias personales de felicidad: "El criterio
está dado por la forma de vida del trabajador; no interesa mejorar esta
forma de vida, sino proporcionarle un sentido supremo, fundamental." (50).
También aquí la "formación cultural" ha de reemplazar a la
transformación. Así pues, esta reducción de la cultura es una expresión
de la gran agudización de tendencias que desde hacía tiempo se
encontraban en la base de la cultura afirmativa. Su verdadera superación
no conducirá a una reducción de la cultura en general, sino a una
eliminación de su carácter afirmativo. La cultura afirmativa era la
imagen opuesta de un orden en el que la reproducción material de la vida
no dejaba ni espacio ni tiempo para aquellos ámbitos de la existencia
que los antiguos llamaban "lo bello". Uno se ha acostumbrado a
considerar que toda la esfera de la reproducción material está
esencialmente vinculada a la lacra de la miseria, de la brutalidad y de
la injusticia, y a renunciar a toda pretensión de suprimirlas o de
protestar contra ellas. El punto de partida de toda la filosofía
tradicional de la cultura: la distinción entre cultura y civilización, y
la separación de aquella de los procesos materiales de la vida, se basa
en el reconocimiento que tiende a eternizar aquella relación histórica.
Metafísicamente esto se disculpa con aquella teoría de la cultura que
afirma que hay que "matar hasta cierto punto" la vida para "lograr
bienes que valgan por sí mismos". (51)
La reincorporación de la cultura a los procesos
materiales de la vida es considerada como un pecado contra el espíritu y
contra el alma. En realidad, reincorporación sería la manifestación
expresa de algo que ya se había impuesto ciegamente desde hacía ya
tiempo, desde el momento en que no sólo la producción, sino también la
recepción de los bienes culturales se encuentran bajo el dominio de la
ley de los valores económicos. Y sin embargo, el reproche contiene algo
de verdad: la reincorporación se ha valorizado hasta ahora sólo bajo las
formas del utilitarismo. El utilitarismo es sólo el reverso de la
cultura afirmativa. Lo "útil" es entendido aquí como la utilidad del
hombre de negocios, que incluye la felicidad en la cuenta de los gastos
inevitables: como dieta y descanso. La felicidad es calculada, desde el
primer momento, por su utilidad, al igual que la posibilidad de
ganancias en los negocios es calculada en relación con los riesgos y con
los costos y, de esta manera, queda estrechamente vinculada a los
principios económicos de esta sociedad. En el utilitarismo el interés
del individuo se une a los intereses fundamentales del orden existente.
Su felicidad es inofensiva. Y conserva este carácter hasta en la
organización del ocio impuesta por el estado totalitario. Entonces se
organiza la alegría permitida. El paisaje idílico, el lugar de la
felicidad dominical, se transforma en campo de ejercicios físicos, la
excursión pequeño-burguesa a la campaña, en deporte al aire libre. El
carácter inofensivo de la felicidad crea su propia negación.
Desde el punto de vista de los intereses del orden
existente, la superación real de la cultura afirmativa tiene que parecer
utópica: esta superación está más allá de la sociedad a la que la
cultura había estado hasta ahora vinculada. En la medida en que la
cultura ha sido incorporada al pensamiento occidental como cultura
afirmativa, la superación y eliminación del carácter afirmativo
provocará la eliminación de la cultura en tanto tal. En la medida en que
la cultura ha dado forma a los anhelos e instintos del hombre que no
obstante poder ser satisfechos, permanecen de hecho insatisfechos, la
cultura perderá su objeto. La afirmación de que la cultura se ha vuelto
hoy innecesaria, contiene un elemento dinámico. Sólo que la falta de
objeto de la cultura en el estado autoritario no resulta de la
satisfacción de la conciencia de que el mantener despierto el deseo de
satisfacción es algo peligroso en la situación actual. Si la cultura ha
de estimular no sólo los anhelos, sino también su realización, entonces
no podrá tener aquellos contenidos que en tanto tales tienen ya un
carácter afirmativo. La gratitud será quizás entonces su verdadera
esencia tal como Nietzsche lo afirmará con relación a todo arte (…) (52)
La belleza deberá encontrar otra encarnación si es que no ha de ser
sólo apariencia real, sino expresar la realidad y la alegría. Sólo la
contemplación humilde de algunas estatuas griegas, la música de Mozart y
del viejo Beethoven nos dan una idea aproximada de estas posibilidades.
Pero quizás la belleza y su goce no correspondan ya al arte. Quizás el
arte en tanto tal pierda todo objeto. Desde hace por lo menos un siglo
su existencia para el burgués estaba limitada a los museos. El museo era
el lugar más adecuado para reproducir en el individuo la lejanía de la
facticidad, la elevación consoladora en un mundo más digno, limitada
temporalmente, a la vez, a los días de fiesta. El manejo casi sagrado de
los clásicos tenía también carácter de museo: la dignidad de aquellos
apaciguaba cualquier impulso explosivo. No había por qué tomar demasiado
en serio lo que un clásico había dicho o hecho: pertenecía a otro mundo
y no podía entrar en conflicto con el mundo actual. La polémica del
estado autoritario en contra de toda actividad "de museo" encierra algo
de verdad; pero cuando el estado totalitario combate las "formas
grotescas de edificación moral" quiere tan sólo colocar métodos más
actuales de afirmación que reemplacen a los anticuados.
Todo intento de esbozar la imagen opuesta a la
cultura afirmativa tropieza con el clisé inextirpable del paraíso
terrenal. Pero con todo, es siempre mejor aceptar este clisé y no aquel
de la transformación de la tierra en una gigantesca fábrica de educación
popular, que parece subyacer en algunas teorías de la cultura. Se habla
de la "universalización de los valores culturales", del "derecho de
todo el pueblo a los bienes de la cultura", de "mejorar la educación
corporal, espiritual y moral del pueblo". (53)
Pero esto significaría tan sólo convertir la ideología de una sociedad
combatida en la forma consciente de vida de otra, erigir en una nueva
virtud un defecto.
Cuando Kautsky habla de la "felicidad venidera",
piensa ante todo en los "efectos bienhechores del trabajo científico",
en el "goce comprensivo el campo de la ciencia y del arte, en la
naturaleza, en el deporte y en el juego". (54)
Hay que poner a "disposición de las masas todo aquello que ha sido
creado en el orden de la cultura". La tarea de las masas es "conquistar
toda la cultura para ellas mismas". (55)
Pero esto no puede significar otra cosa que conquistar a las masas en
pro de aquel orden social que "toda cultura" afirma. Estas concepciones
fallan en lo esencial: la superación de esta cultura.Lo falso en la idea
de paraíso terrenal no es el elemento primitivo-materialista, sino la
pretensión de eternizarlo. Mientras sea perecedero, habrá suficiente
lucha, pena y tristeza como para destrozar la imagen idílica. Mientras
hay un reino de la necesidad, habrá suficiente penuria. También una
cultura no afirmativa tendrá el lastre de la transitoriedad y de la
necesidad: será un baile sobre un volcán, una risa en la tristeza, un
juego con la muerte. En este caso también la reproducción de la vida
será una reproducción de la cultura: organización de anhelos no
realizados, purificación de instintos no satisfechos.En la cultura
afirmativa, el renunciamiento está vinculado al atrofiamiento externo, a
la subordinación disciplinada a un orden miserable. La lucha contra la
transitoriedad no libera a la sensibilidad, sino que la desvaloriza:
sólo es posible sobre la base de la desvalorización de esta última. Esta
falta de felicidad no es algo metafísico; es el resultado de una
organización no racional de la sociedad. Su superación con la
eliminación de la cultura afirmativa no eliminará la individualidad,
sino que la realizará. Y "si alguna vez somos felices no podremos menos
que estimular la cultura". (56)
NOTAS
(2) Platón, República, 525 y 553 (trad. alemana de Schleiermacher)
(3) Platón, op. cit. 581.
(4) Platón, Leyes, 831. Cfr. J. Brake, Wirlschaften und Charakter in
der antiken Bildung, Frankfurt a. M., 1935, p. 124 y ss.
(5) Cfr. Studien über die Autorität und Familie, Scriften des Instituts für Sozialforschung, t. V, París, 1936, p. 7 y ss.
(6) O. Spengler concibe la relación entre civilización y cultura no
como simultánea, sino como una "sucesión orgánica necesaria": la
civilización es el destino inevitable y el final de toda cultura (Des
Untergang des Abendlandes, t. I, 23a edic., München, 1920, p. 48 y sg.).
Con esa reformulación no se altera nada en la valoración tradicional de
la cultura y la civilización, indicada más arriba.
(7) La Mettrie, Discours sur le bonheur. Ocuvres philosophiques, Berlín, 1775, t. II, p. 102.
(8) Op. cit., p. 86 y ss.
(9) Herder, Ideen zur l'hilosophie der Geschichte der Menschheit,
libro 15, sección 1 (Werke, ed. por Bernhe Suphan, Berlín, 1877-1913, t.
XIV, p. 208).
(10) Op. cit., libro 4, sección 6 (Werke, t. XIII, p. 154).
(11) Op. cit, libro 15, sección 1 (Werke, t. XIV, p. 209).
(12) Kant, Ideen zur einer allgemeinen Geschichte in
weltbürgerlicher Absicht, parágrafo 3 (Werke, ed. Cassirer, Berlín 1912,
t. IV, p. 153).
(13) Alfred Weber, Prinzipielles zur Kultursoziologie, en: Archiv
für Sozialwissenschaft, t. 47, 1920/24, p. 29 y s.Cfr. G. Simmel, Der
Begriff und die Tragedie der Kultur, en donde "el camino del alma hacia
sí misma" es descripto como el hecho en que se basa la cultura
(Philosophische Kultur, Leipzig, 1919, p. 222). O. Spengler define a la
cultura como "la realización de las posibilidades animales" (Der
Untergang des Abendlandes, t. I, p. 418).
(14) Descartes, Uber die Leidenschaften der Secle, art. VII.
(15) Cfr. la respuesta de Descartes a las objeciones de Gassendi a
la segunda meditación (Meditatione?? uber die Grundlagen der
Philosophie, trad. alemana de A. Buchenau, Leipzig., 1915, p. 327 y s.).
(16) Kant, Kritik des reinen Vernunft, Werke, t. III, p. 567.
(17) Die philosophischen. Haupteoriesunpen Immanuel Kants, ed. A. Kowalewski, Munchen, - Leipzig, 1924, p. 602.
(18) Marx, Das Kapital, ed. Meissner, Hamburg, t. I., p. 326.
(19) Hegel, Encyklopädie der philosophischen Wisserdechaften, t. II, #388.
(20) Ibídem, # 387.
(21) O. Spengler, op. cit. p. 406.
(22) Es característica la introducción del concepto del alma en la
psicología de Herbart: el alma no está "en ninguna parte ni en ningún
lugar", "no tiene ni disposición ni capacidad para recibir o para
producir algo". "La esencia simple del alma es totalmente desconocida y
lo será siempre; no es un objeto ni de la psicología especulativa, ni de
la empírica" (Herbart, Lehrbuch zur Psychologie, § 150-1553; Sämtliche
Werke, publicadas por Hartenstein, t. V, Leipzig, 1850, p. 108 y ss.
(23) W. Dilthey, al hablar de Petrarca. En: Weltanschanung und
Analyse des Menschen seit Renaissance und Reformation, Gesammelte
Schriften, t. II, Leipzig, 1914. p. 20. Cfr. el análisis de Dilthey, del
paso de la psicología metafísica a la psicología "descriptiva y
analítica" en L. Vives, op. cit. p. 423 y ss.
(24) Loc. cit. p. 18.
(25) O. Spengler, loc. cit. p. 407.
(26) Herder, Abhandlug über den Ursprung der Sprache 2a parte, 4a ley natural (Werke, t. V, p. 135).
(27) Herder, Auch eine Philosophie der Geschichte zur Bildung der Menschheit, Werke, t. V., p. 503.
(28) Ranke, Uber die Epochen der neueren Geschichte, 1a conferencia
(Das politische Gespräch und andere Schriften zur Wissenschaftslehre,
ed. Erich Rothacker, Halle, 1925, p. 61 y ss.).
(29) Con respecto al carácter quietista de los postulados anímicos
en Dostoievski, cfr. L. Löwenthal, Die Auffassung Dostoiewskis im
Vorkriegdeutschland, año III (1934) de la Zeitschrift für
Sozialforschung, p. 363.
(30) D. Hume, A. Treatise of Human Nature, libro II, parte 1,
sección VIII (ed. L. A. Selby - Riuge, Oxford, 1928, p.p. 301).
(31) Nietzsche, Werke, Grossoktavausgabe, 1917, t. XVI, p. 233 y t. VII, p. 404.
(32) Goethe, Faust II, Phorklas: "Alt ist das Wort doch bleibet hoch
und wahr der Sinn. Das Scham und Schönheit nie zusammen Hand in Hand
Den Weg verfoigen über der Erde grunen Pfad" (Werke, Cottasche
Jubiläumsausgabe, t. XIII, p. 159). ("Viejo es el dicho pero aún
encierra Una verdad lozana cuando reza. Que juntos la vergüenza y la
belleza Nunca van por la senda de la tierra.").
(33) Shaftesbury, Die Moralisten, 3a parte, 2a sección (trad. alemana de Karl Wolff, Jena, 1910, p. 151 y ss.).
(34) Uber die asthelische Erziehung des Menschen, final de la segunda carta.
(34 bis) "Lo que sentimos aquí como belleza, se nos dará alguna vez como verdad".
(35) Nietzsche, Werke, t. X., p. 245.
(36) Goethe, Der Sammler und die Seinigen (al final de la 6a carta).
(37) Nietzsche, Werke, t., p. 366.
(38) Nietzsche, Werke, t. VIII, p. 41.
(39) Die Kultur der Renaissance in Italien, 11a ed. de L. Geiger, Leipzig, 1913; especialmente t. 1 p. 150 y ss.
(40) Kant, Kritik der praktischen Ternunft, 1a parte, libro I, capítulo 3, Werke, t. V. p. 95.
(41) Esta idea que subyace al concepto de personalidad ha sido
expresada por Goethe de la siguiente manera: "Man mäkelt and der
Personlichkeit, vernunftig ohne Schou: Was habt denn ihr aber was euch
erfrent. Als eure liebe Persönlichkeit! Sie sei auch sie sei." (Zahme
Xenien, Werke, t. IV, p. 54). ("Uno se queja de la personalidad,
razonablemente, sin respeto. ¡Qué tenéis, sin embargo, que pueda
alegraros, salvo vuestra bienamada personalidad, cualquiera que ésta
sea!").
(42) Cfr. Zeitschrift für Sozialforschung, año V, 1936, p. 219 y ss.
(43) Walter Stank, Grundlage nazionalsozialistischer Kulturpflege, Berlín, 1935, pp. 13 y 43.
(44) Ernst Jünger, Der Arbeiter. Herrschaft und Gestalt. 2a ed., Hamburg, 1932, p. 196.
(45) Op. cit. p. 199.
(46) Op. cit. p. 200.
(47) Op. cit. p. 203.
(48) Op. cit. p. 204.
(49) Op. cit. p. 210.
(50) Op. cit. p. 201.
(51) H. Rickert. Lebenswerte und Kulturwerle, en: Logos, t. II, 1911/12, p. 154.
(52) Werke, t. VIII, p. 50.
(53) Programa del Partido Socialdemócrata Alemán de 1921 y del Partido Popular de Sajonia de 1866.
(54) K. Kautsky, Die materialistische Geschichtsauffasrung, Berlín, 1927, t. II, pp. 819 y 837.
(55) Op. cit. p. 824.
(56) Nietzsche, Werke, t.
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